lunes, 13 de mayo de 2013

O Pazo


Conozco la última parte de la historia de la casa. La parte triste.
Lanzós es una aldea rodeada por bosques de castiñeiros, carballos, abedules y toxos que lo pintan todo de ocre en invierno, de amarillo en primavera y siempre de mil tonos de verde. Casi al alcance de la mano están las montañas de San Simón. Desde allí baja el perfume de los quesos ahumados. Hay cuervos en Lanzós y el mar está demasiado lejos.
El corazón de la aldea es una pequeña iglesia de piedra. Fue restaurada hace poco tiempo y tiene su propio cura, un muchacho muy joven que vive en una casa vecina al templo. Enfrente está el cementerio. Es antiguo, de piedra y rodeado por una verja con una puerta que todos cierran con la llave que nadie saca de la cerradura “por si alguien necesita venir y el cura no está” como dicen los vecinos.
Lanzós tiene también su escuela habanera, construida con el dinero de los que marcharon a Cuba. Habanera es el nombre genérico que se le da a las escuelas que se edificaron con las remesas que llegaban de América. De estas aldeas, en la parte más pobre de Galicia, salió la mayor parte de los gallegos que vinieron a América. Pobres y casi sin instrucción porque la guerra, el franquismo y las distancias los separaron de las escuelas de los pueblos y de la imprescindible educación. Es por eso que ahora, en cada aldea, hay una escuela construida con los dineros de América. Los gallegos que estaban acá sabían que, sin escuelas, las nuevas generaciones seguirían sus pasos.
Al lado de la escuela está el pequeño palco donde tocaba la orquesta en los días de fiesta. Cada aldea tiene su santo patrón y ese día es fiesta. Se monta una carpa para cubrirse del frío o del sol, se arman dos o tres bares y se contratan orquestas que tocan pasodobles y muñeiras. Durante el día se celebra la misa que termina con la procesión del santo en cuestión. Esta actividad es casi exclusivamente de las mujeres de la aldea. La mejor parte, la más divertida y a la que asiste todo el mundo, es por la noche, cuando toca la mejor orquesta y cuando todo el mundo, con sus mejores galas, se dispone a divertirse. Hombres y mujeres rudos, curtidos por el sol y el frío, luchadores y sobrevivientes se paran frente al palco y esperan con ansiedad a que la orquesta empiece a sonar. Y bailan hasta el amanecer.
Los mayores cuentan que cuando eran jóvenes, estas fiestas eran la única diversión del año. Y también, la única posibilidad de robarles un beso a las muchachas del lugar.
- Ellas estaban bien vigiladas por padres y hermanos y con unas faldas que no les dejaba ver ni el tobillo. - recuerdan.
Las casas de Lanzós son de piedra, pesadas, gruesas, con techos a dos aguas, de pizarra gris dispuesta en escamas irregulares. La pizarra y la piedra de cantería, piedra sin pulir, le dan al paisaje su color característico que resalta y contrasta con los verdes.
El humo de la lareira o de la cocina a leña asoma todo el año por las chimeneas de las casas.  El invierno es muy frío y es imprescindible el fuego encendido. El humo acrecienta la sensación de soledad, de estar cada uno encerrado en su casa y en sí mismo.
Al costado de las casas, las huertas: papas, lechugas, pimientos y las infaltables berzas para alimentar a los cerdos. Detrás, los animales: uno par de cerdos, gallinas, pollos y, a veces, una o dos vacas.
La casa del abuelo está a quinientos metros del centro de la aldea. Es un grupito de cuatro casas de piedra al costado del sendero. Si se sigue por ese camino se llega a A Pequeña de San Salvador,  una coqueta capillita que no guarda en su interior ninguna imagen ni crucifijo. Hace unos años, un cura que vivía allí decidió que no era suficiente el sueldo que le pagaban y vendió todo lo que encontró y se fue. Nunca más se supo de él.
En ese grupo de casas al que se llega por el camino viven Telvina, Marcial y Víctor. Dos hombres y una mujer mayores y solos, como casi todos en esas aldeas.
En la cuarta casa que forma el caserío, en la que tiene el escudo en medio de la pared, habían vivido desde siempre los Román. Y no se suponía que eso fuera a cambiar pero Amaro murió  y ya nadie quiso hacerse cargo de una casa que resultaba demasiado costosa y suponía una vida más sacrificada que la de las ciudades.
Los Román eran ocho hermanos. Diez personas que se alimentaban de lo que cosechaban, de los animales que criaban y de lo que cada uno, sin excepción, aportaba con su trabajo. Todos recuerdan el hambre. Los mayores recuerdan la guerra, también.
La abuela se levantaba cada mañana antes de salir el sol a ordeñar la vaca y a amasar el pan que cocía en el horno de leña. Cada año llevaban el trigo al muiño de Ramil para molerlo a cambio de unas bolsas de harina. Maruja e Inés recuerdan cuando se sentaban con la madre a separar los granos buenos, los que se iban a usar para plantar al año siguiente.
Los varones, mientras tanto, salían a trabajar a las casas de los vecinos ricos que les pagaban con lacon, chorizo o un pedazo de cerdo, pan, queso y unos vasos de leche. A los mayores también les daban vino. Todos recuerdan el hambre y todos recuerdan que eran felices, que reían, que nada les hacía falta más que estar en familia en Lanzós, al abrigo de la casa.
Con el paso de los años la situación económica no mejoró y los hermanos Román comenzaron a emigrar.
Dieciocho años tenía Maruja cuando se fue a Bruselas a buscarse la vida porque decían que allá se ganaba buenos cartos. La siguieron Inés y Carlos al poco tiempo. En Bruselas, aprendiendo el francés y el flamenco a fuerza de patronas y de jefes, se ganaron la vida como obreros de una gran fábrica. Venancio también se fue. Más cerca pero más hondo: minero en Asturias. Lorenzo a Bilbao, donde estaban las pesetas, a trabajar en la construcción. Adolfo decidió quedarse en Vilalba y entró de aprendiz con un zapatero remendón. Fue su oficio hasta el día en que murió y aún hoy todos sus hijos son los “zapateiros”. Pepe y Amaro se quedaron en el campo. Pepe se casó con Carmen y se fue a una aldea cercana donde ella tenía una casa. Con los años, Carmen enloqueció. Dicen que Pepe dormía en un cuarto que por las noches cerraba por dentro porque Carmen, en su habitación, guardaba hoces y cuchillos con la intención de usarlos. Pepe murió de viejo y Carmen sigue durmiendo rodeada de filos y puntas. Amaro se quedó en la casa con la madre. Se encargaba de las tareas de la pequeña huerta y de los animales. Cuando la madre murió, él no quiso abandonar la casa pero ya nunca más reparó una puerta, ni pintó las paredes ni sachó el jardín. Poco a poco todo se vino abajo. Amaro murió en el hospital de Lugo unos años después.
El año pasado, cuando la casa del abuelo pasó a manos de los nuevos dueños, terminó la historia de los Román de Lanzós.



miércoles, 20 de marzo de 2013

Fisterra (Costa da Morte, A Coruña)

Esta punta es el extremo más occidental del continente europeo. Desde la época de los romanos Fisterra es "el fin de la tierra".












Al Toque Cardal

Todo empezó hace muchos meses cuando un vecino al que apenas conocía me invitó a participar. Para que dejara de insistir argumentando mil razones poderosas le dije que sí, que iría esa tarde por allí, que me acercaría a investigar cómo pintaba la cosa, pero en el fondo yo no estaba segura de querer hacerlo. Mi estado de ánimo no era el mejor para afrontar una actividad que me obligaría a interactuar con extraños y a aprender cosas nuevas. Pero me gustan las casualidades, las cosas que me pasan sin una razón aparente y suelo aceptar los desafíos. Así que fui, convencida de que no me iba a gustar.

Cuando llegué había mucha gente. No conocía a nadie. Alguien se acercó, me dio la bienvenida y me presentó a otras personas. No tuve otra opción que quedarme. Ya no quise irme más. La camaradería y la buena onda fueron siempre la característica del grupo. Desde la alegría de los asados hasta las cervezas heladas del Rápido Sport después del toque. Allí me sentía bien. Nunca me importó el frío de las noches de julio ni el calor de las tardes de diciembre, ni el cansancio ni el dolor en las manos y en las piernas. Valía la pena. Y hoy había llegado el día en que todo eso iba a cobrar un sentido único, irrepetible.
La noche anterior quise acostarme temprano. Fue imposible. La ansiedad que corroía mi alma y la de mis amigos nos impedía hablar de otra cosa y, menos aún, dormir. El sueño nos venció tarde y cada uno pasó la noche como pudo. La mía fue llena de sobresaltos y vacía del imprescindible descanso. Estaba amaneciendo cuando me levanté. Me comí una banana mientras preparaba el mate. Marita me había dicho que una banana o dos por día evitaba los calambres y en los últimos siete días seguí el consejo con una minuciosidad casi científica. Estaba segura de haber combatido el riesgo de que mis músculos, poco acostumbrados a la exigencia física, se resintieran. No quería dejar nada librado al azar. No en este día tan especial. Intenté mantener cierta rutina leyendo los diarios por internet, oyendo la radio y contestando algunos correos mientras apuraba el reloj.  La cita era a las cinco de la tarde, pero el tiempo no pasaba.
Crucé al kiosco cerca del mediodía y me encontré con dos compañeros para los que tampoco pasaban las horas. Charlamos un rato y volví a casa, almorcé, dormí una siesta, me duché, controlé por enésima vez las cosas dentro de la mochila y salí.
El club estaba lleno de gente, de color, de alegría, de entusiasmo. Se oían risas y voces altas. Las chicas estaban terminando de maquillarse y ya iban a empezar con nosotros así que me puse en la fila para terminar pronto con ese trámite. La sensación de que cuanto antes hiciera las cosas antes iba a llegar la hora de salir me llevaba a hacer todo temprano. Fui al baño a mirarme en el espejo y al verme la cara pintada me emocioné, me sentí especial, me sentí parte de la cultura de mi ciudad. Me puse los pantaloncitos negros, las medias negras, las cintas blancas y las alpargatas. Me probé el dominó y el gorro y fui, por enésima vez, a ver si mi tambor estaba bien. Controlé los flejes, la lonja, miré si estaban bien las duelas. Me lo colgué y lo hice sonar, suavecito, al toque cardal, para oírlo solo yo en aquel gimnasio lleno de gente alegre y colorida, lleno de tambores, de banderas, de bailarinas y mamaviejas. El tiempo pasaba lento y lo llenábamos sacándonos fotos, charlando, riendo, compartiendo la ansiedad y la esperanza. Alguien gritó que el camión estaba en la puerta y hacia allí fuimos llevando con cuidado el objeto más precioso que teníamos, el irremplazable, el tambor. Cuando íbamos hacia los ómnibus el Beto nos gritó que controláramos que cada uno llevaba su tahalí y sus palos.
Llegamos al Barrio Sur y todo era fiesta y gente divirtiéndose. Hacía calor en Montevideo. Prendimos el fuego y pusimos los tambores alrededor. Todo un rito maravilloso y primitivo para conjurar ansiedades y subir las lonjas. Los de más experiencia nos aconsejaban hasta dónde  subirlas.
 “Es una hora al mango”, decían. “La lonja tiene que aguantar porque no podés parar a calentarla.”  
Llegó el momento de pasar al callejón y formarnos. “Salimos después de esa”, gritó el Beto y mi corazón se aceleró. Fui hasta donde estaban Leo y Zal, nos dimos un abrazo y  nos deseamos suerte. “¡A gozar!” era la consigna.  Volví a mi sitio, me arreglé el tahalí, tanteé por encima del dominó y sentí el otro palo en el bolsillo. Acomodé mi gorro, respiré hondo. La clave empezó a sonar.
Tac-tac-tac… Tac-tac.
Y allí empecé a entender, en una fracción de segundo, cuando vi el cartel indicador de la calle Isla de Flores, que estaba en el desfile más importante del mundo.







viernes, 15 de marzo de 2013

Carta abierta al presidente del Córdoba Club de Fútbol, Señor Carlos González

Señor Carlos González:

Usted y yo llegamos al Córdoba desde lejos. Ninguno de los dos es cordobés. Ninguno de los dos vive en Córdoba. Usted tiene la suerte de ir cada vez que tiene ganas y pasar allá los días que quiera. Para mí eso es muy difícil porque Montevideo está bastante más lejos que Madrid. Sí, soy uruguaya y vivo en Montevideo. Y soy cordobesista. Tal vez esa característica de extranjeros que ambos tenemos es la que me ha animado a escribirle.
Mire, señor, yo conocí al Córdoba en el año 2007 cuando recién había ascendido de segunda B y enseguida entendí que ser cordobesista no es fácil: se sufre, se llora, se mastica impotencia. Ser cordobesista es ser valiente, es llevar la camiseta con orgullo, lucir la bufanda y recorrer la ribera soñando con gritar un gol.  Yo soy cordobesista. Siento en mi corazón esos colores y me hermano con los hinchas cuando perdemos y me alegro con ellos cuando ganamos.
Soy cordobesista porque he conocido personalmente a muchos de los que cada fin de semana ocupan su lugar en el estadio y se dejan la garganta cantando el himno, alentando, aplaudiendo, animando. ¿Usted los conoce? ¿Los ha visto de cerca? ¿Ha hablado con ellos? Hay algunos que llevan toda la vida abonados al club. Otros nunca se han abonado pero cada fin de semana van al estadio. Otros se han hecho del Córdoba ya de mayores, por ser el club de su ciudad, o el de su mujer o el de su novio. Las razones son variadas pero todos son cordobesistas. Todos ven la vida en blanco y verde.
Ellos son el Córdoba Club de Fútbol. Y ellos son los que merecen todo el respeto de quien es, por obra y gracia de las leyes del mercado, el administrador del club. Ellos son el club. Usted solamente tiene el dinero, el alma es de ellos. Y los verdaderos dueños del club merecen respeto de quien, circunstancialmente, lo está administrando. Ninguno de ellos merece ser destratado por quienes no los representan. A usted nadie lo eligió, nadie lo conocía y, con certeza, usted no conocía a este humilde club de segunda división. Respete a los que han llorado por estos colores, a quienes han recorrido las canchas de tercera división, a quienes recuerdan alineaciones de hace cuarenta años, a quienes dejan tiempo y saber para formar a las divisiones infantiles, a quienes inculcan cordobesismo desde su lugar de trabajo, su familia, su entorno. Respete a quien compra la camiseta para su nieto o para su hija. Ninguno de ellos merece el destrato que usted y su equipo de extranjeros les dan. No acepte insultos, nadie debe aceptarlos y haga las denuncias pertinentes,  pero lleve con dignidad su cargo y no haga de cada enfrentamiento un tema personal.  No se olvide que ellos son el Córdoba Club de Fútbol. Los hinchas, los que tienen el corazón blanquiverde. Usted no. Ni su equipo, esa gente de confianza que ha traído y que ha sustituido a cordobesistas de toda la vida. Eso es una afrenta, señor Carlos González, usted los está ofendiendo. ¿Cómo van a respetarlo si usted echa a la calle al Sr. Luna y pone en su lugar al Sr. Duro? Juan Luna es parte de la historia del club, Alfredo Duro es un recién llegado. Como usted y como yo. Pero además, el señor Duro no sabe guardar las formas, no es la dignidad en el hacer ni en el hablar lo que lo caracteriza. Y utiliza ese lugar de privilegio que usted le dio para enfrentar y desafiar a hinchas y socios de toda la vida, a los dueños del club. Respételos, señor Carlos González, y ellos lo respetarán a usted y a su equipo. Yo los respeté y ellos me aceptaron y me hicieron parte del Córdoba Club de Fútbol. Respételos y formará parte de la historia grande de este club maravilloso que tiene el privilegio de administrar.
Atentamente
Cristina Dell´Onte
 

martes, 5 de junio de 2012

Vivir para soñar

a T.F.R.


¿Por qué sos hincha del Córdoba?, suelen preguntarme cuando me ven con la camiseta o cuando me quedo en casa una tarde de sábado porque hay partido.

¿Por qué el Córdoba?, me preguntan los cordobeses, incrédulos.

¿Por qué el Córdoba?

Todo empezó casi como un juego allá por el 2007 cuando algunos cordobesistas me hablaron con pasión de su equipo, recién ascendido después de penar cinco años en Segunda B. Y la pasión se contagia aunque uno no se de cuenta.

Uruguayo es casi sinónimo de fútbol. En esta tierra el fútbol es señal de identidad, como el mate y el candombe. Nací en una familia futbolera que tatuó el escudo de Nacional en mi corazón. Nacional ha sido siempre mi club, mi pasión, mis colores. Soy tricolor. He llorado y he reído, he saltado, he cantado y he enmudecido. He sufrido y he sido feliz. Siempre he sentido esos colores dentro de mi alma. Con Nacional nació también mi gusto por el fútbol, mi admiración por los grandes futbolistas, por los estrategas, por las camisetas cargadas de gloria.
En este fértil terreno cayó, un día de 2007, la semilla blanquiverde. Y comenzó a crecer, a echar raíces, a ganarse poco a poco un lugar en mi corazón tricolor. ¿Cómo no simpatizar con el club de la ciudad que años antes me había hechizado? Llegué por primera vez a Córdoba en febrero de 2000 después de pasar por la seductora Sevilla y la monumental Granada. Córdoba me enamoró: sencilla, cálida, mágica, encantadora, enigmática, profunda y alegre. Gente cordial y distante, educada y orgullosa. Ciudad preciosa.

Hincha de Nacional y simpatizante del Córdoba. Hasta el 15 de junio de 2008. El penal de Abraham Paz y la agonía en la voz de Isabelo Bejerano. Ese día lloré por el Córdoba. Lloré de miedo y lloré de alivio. Ese día supe que la semilla blanquiverde ya era un árbol robusto y que la simpatizante había dejado su lugar a la hincha. Llorando de felicidad porque el Córdoba se salvaba del descenso supe que mi corazón ya no era solo blanco, azul y rojo, sino que las franjas blanquiverdes tenían su sitio de honor. Yo nunca había sentido la angustia del descenso. Nacional es uno de los grandes y los hinchas solo sabemos de campeonatos o vicecampeonatos. ¿Qué se siente al tener un pie en la categoría inferior? Alguien me dijo alguna vez que ser del Córdoba conlleva  sufrimiento y ese 15 de junio lo confirmé. No quiero volver a sentir esa angustia nunca más.

En setiembre de 2009 cumplí mi sueño y fui al Arcángel. Fue el 19 de setiembre y le ganamos al Celta por 1 a 0. Gol de Agus y yo estaba allí, orgullosa con mi camiseta recién estrenada. Desde ahí hasta ahora todo ha ido mejor. Ya no he vivido mas angustias. No he sentido que la tierra se mueve bajo mis pies.

¿Qué es descender? No lo sé, pero lo viví con de angustia.

¿Qué es ascender? No lo sé, pero lo estoy viviendo ahora con alegría y esperanza.

No sé qué pasará mañana cuando comiencen los play off de ascenso, solo sé que el Córdoba vive en mi corazón y que este año me ha regalado el mejor fútbol, lleno de técnica y de garra, de razón y corazón. ¿Qué mas se puede pedir?

Por eso soy hincha del Córdoba.  








He abandonado el blog por un buen tiempo pero ya es hora de volver a activarlo. Hay momentos especiales que no puedo dejar de compartir. A partir de hoy intentaré mantenerlo al día. ¡Bienvenidos otra vez a este viaje compartido!

sábado, 10 de diciembre de 2011

¡Ajústense los cinturones!

Otra vez con un pie en el avión. La vida no deja de sorprenderme y cada poco tiempo me regala la posibilidad de levantar vuelo.
Esta vez serán tres meses. Tres meses en los que me reencontraré con lugares conocidos y queridos. Tres meses en los que conoceré sitios nuevos, nuevas costumbres y nuevas formas de vida. Tres meses en los que abrazaré a personas que quiero y me llenaré del cariño que sienten por mi.
Por tres meses dejo a mis padres, a mis amigos del alma, mi ciudad y mi verano. Dejo el tambor y las noches oliendo a jazmines. ¿Los dejo? No. Ellos vienen conmigo porque sin ellos no soy nadie.
El avión está por despegar. Hasta luego.